Hace
ya algunas décadas que la literatura científica se ocupa y se preocupa del estrés
policial. Parece ya un hecho bien establecido que ser policía te coloca
automáticamente entre las profesiones que más estrés generan. El estudio del
estrés policial se ha realizado, fundamentalmente, desde los grandes grupos de
estresores: aquellos que se producen dentro de la organización (relaciones con
compañeros y mandos, tipo de trabajo, turnos, ambiente laboral, etc.), y
aquellos otros que se producen “puertas afuera de la comisaría” (relaciones de
pareja, enfrentamientos armados, encuentros violentos, etc.).
En
lo que estamos casi todos de acuerdo es que – y por decirlo de una manera
general – nuestros policías se estresan más dentro de la comisaría que fuera de
ella. También estamos de acuerdo en que los policías afrontan situaciones
estresantes cada día; situaciones que van desgastando a los policías de una
manera lenta, pero segura. Cada vez hay más profesionales de distintos ámbitos
ocupados en estudiar en profundidad las causas del estrés policial y las
posibles maneras de manejarlo. Esta preocupación aumenta, si cabe, al ir
conociéndose los terribles datos que ponen sobre la mesa la fría realidad del
suicidio de un policía cada 15 días.
Lo
paradójico de todo esto es que, fuera del ámbito científico, no parece que sea
un tema que se aborde con igual tenacidad desde los propios ambientes
policiales. Y me refiero a los ámbitos de dirección desde donde se podrían
tomar medidas al respecto.
Hace
un par de semanas impartía una charla sobre estrés a un grupo de policías.
Hablábamos de las causas, reacciones ante el estrés y todo eso. También
hablábamos del suicidio y de cómo reconocer en un compañero/a las señales de
que nos puedan avisar de la posible ocurrencia de problemas. Yo les decía que
ellos son los primeros en poder poner sobre aviso a sus superiores, servicios
médicos, etc., la situación para poder tomar medidas preventivas. A partir de
aquí se generó un interesante debate que me abrió los ojos a cómo están las
cosas en realidad.
A
los policías allí presentes la teoría les parecía muy buena, pero la práctica
ya era otra cosa. ¿A quién tengo que comunicarlo? ¿Y si me dicen que me meto
donde no me llaman? ¿Y si pasan de mí? ¿Y si mi compañero/a se enfada conmigo
por haber hablado de temas privados suyos? En un ambiente laboral en el que
decir que padeces estrés está casi proscrito, se torna muy difícil, además,
ocuparse de los problemas emocionales de los demás. Con todo el sentido común
del mundo, estos policías allí reunidos comentaban la dificultad real que
supone poner en conocimiento de algún responsable este tipo de situaciones.
Cuando
el entorno laboral no está preparado para asumir con normalidad los problemas
emocionales/estrés que se producen, algo está fallando en la estructura general
de funcionamiento.
Cada
vez más se reconoce la importancia de abordar directamente y de forma
preventiva los problemas de estrés, depresión, etc., que se producen en el
colectivo policial, pero esta importancia choca de lleno con mentalidades muy
arraigadas en la cultura policial que fruncen el entrecejo cuando escuchan
cosas como “baja psicológica” o que este u otro policía sufre de ansiedad. No
reproduciré aquí los apelativos de mal gusto que se suelen emplear para
referirse a estos agentes.
A la
vista de semejante panorama, uno entiende perfectamente que a los policías les
cueste decir que padecen estrés, y que tratar de ayudar a un compañero/a pueda
terminar resultando una empresa harto complicada.
El
primer paso para resolver un problema consiste en reconocer su existencia.
- Es necesario reconocer que determinado niveles
de estrés forman parte inherente del trabajo policial y que, por esta misma
razón, hay que aprender a gestionarlo de forma eficaz. Esto pasa por formar al
policía en técnicas de afrontamiento del estrés.
- No todo estrés es intrínsecamente “malo”.
Determinadas dosis de eustrés (o estrés bueno) son necesarias para estimularnos
en el trabajo y en nuestros deseos de afrontar desafíos y nuevos retos.
- Urge establecer mecanismos de comunicación
adecuados y que aseguren la confidencialidad para que el agente pueda hablar de
sus problemas emocionales en la confianza de que va a recibir ayuda y no el
silencio, el menosprecio o el juicio de valor de quienes tendrían que ayudarle.
También habría que facilitar estos canales de comunicación para poder prevenir
la ocurrencia de problemas graves a quienes no se animan a hablar del tema.
- Nuestros policías no son robots. Sienten y
padecen como cualquier hijo de vecino. Sin embargo, la cultura policial tradicional desanima toda expresión de emociones, viéndolas como
muestras de debilidad.
- De manera poco realista se exige al policía un
pleno autocontrol en lo que se refiere a sus emociones. Mientras que en algunas
de las interacciones que lleva a cabo por su profesión este autocontrol es
deseable, esta exigencia también está presente de forma más o menos explícita,
al hablar de cómo se ha sentido ese policía antes, durante y después de una
intervención especialmente dura. Con el tiempo, el policía aprende que sólo
ante los más compañeros más cercanos ese policía reconocerá haber sentido
miedo, rabia, lástima o haberse quedado congelado.
- Muchas intervenciones generan un fuerte estrés
en el policía. Se supone que tiene que saber “desconectar” cuando termina la
jornada laboral. Como no suelen existir mecanismos para canalizar el estrés
experimentado durante la jornada laboral, el malestar se traslada a la vida
personal y familiar, convirtiéndose en un círculo vicioso que se retroalimenta, pudiendo llegar a perjudicar
seriamente la relación de pareja, etc.
Seguramente
se quedan muchas cosas en el tintero, pero todo lo que sabemos clama por
replantearnos cómo se están haciendo las cosas. Cuidar la salud emocional de
nuestros policías es una inversión en la que todos ganamos.